Debatiendo los caminos de
la ciencia política argentina.
Por Sergio D. Morresi (UBA-UNGS-CONICET) - ponencia presentada en el VIIIª Congreso de la SAAP, noviembre de 2007, Buenos Aires.
Resumen: En este trabajo se parte de una reseña sobre las discusiones disciplinares en Estados Unidos, especialmente el llamado “movimiento perestroika” para elaborar algunas propuestas programáticas para la ciencia política argentina. Estas propuestas, sólo esbozadas de modo esquemático el fortalecimiento de los trabajos interdisciplinarios, el establecimiento de una pluralidad metodológica amplia, pero rigurosa y la reabsorción por parte de la ciencia política de los temas de la administración pública.
Terence Ball ha sostenido con bastante tino que la ciencia política se muestra usualmente dispuesta a autoanalizase y que cada vez que lo hace parece llegar al mismo diagnóstico: las cosas están cada vez peor (Ball, 1987). En este sentido, son ilustrativas las ya añejas protestas sobre la falta de cientificidad de la disciplina que se hicieron durante la llamada “revolución behavioralista” (Farr, 1999), la preocupación que hace algunos años mostró Gabriel Almond al señalar la tendencia de la ciencia política estadounidense a discutir en “mesas separadas” (Almond, 1988; 2001), o la más reciente intervención de Giovanni Sartori, quien llegó a afirmar que la ciencia política –al menos en su vertiente mainstream- es un gigante con pies de barro y carente de rumbo (Sartori, 2005). Contra lo que pudiera pensarse, esta notoria inclinación al autoexamen crítico no siempre produce transformaciones prácticas. De hecho, de acuerdo con John Dryzek, a partir del siglo XX la ciencia política se ha caracterizado más por su tendencia a cambios lentos y parciales que por las mudanzas de estilo revolucionario ya sea en el objeto de estudio, en los métodos utilizados, en su relación con otras disciplinas o en los lazos que mantiene los asuntos públicos (Dryzek, 2006). Sin duda, la lentitud de los cambios en los programas y en los modos de investigación ayudan a explicar un poco la costumbre de autoflagelarse que caracteriza a buena parte de los politólogos. Esto no quiere decir que los contenidos de las (auto)críticas deberían descartarse o tomarse apenas como síntomas de los tiempos pausados que la academia se toma para emprender transformaciones. Por el contrario, vale la pena examinar cuáles son los cuestionamientos que la ciencia política se hace a sí misma y someterlos a un análisis minucioso; de ese modo podremos saber, si no hacia dónde va la ciencia política, al menos a dónde debería dirigirse (o tan siquiera cuáles son los caminos que convendría evitar).
La actitud de recoger las críticas al modo de manejarse de la ciencia política parece particularmente importante para los investigadores argentinos de comienzos de siglo, quienes aún tienen como tarea pendiente responder al desafío planteado por la crisis social, económica y política que alcanzó su momento álgido en diciembre de 2001.
En las páginas que siguen 1) repasamos muy brevemente algunas de las principales mudanzas que la ciencia política norteamericana sufrió en los últimos años, 2) haciendo hincapié en el último momento de cuestionamiento a la “ciencia normal” (el movimiento conocido como perestroika). Luego, en lo que viene a ser la segunda parte del trabajo, 3) mostramos la ausencia de debates similares en nuestro país y la conveniencia de considerar las cuestiones señaladas por los politólogos norteamericanos para elaborar algunos lineamientos de acción para la ciencia política argentina.
1. De la política científica a la ciencia política.
Aunque es claro que la ciencia política norteamericana (o quizás quepa decir, noratlántica) no representa en modo alguno a toda la ciencia política producida en el mundo, es claro que su poder orientador es descomunal. Para bien o para mal, los politólogos de casi todo el mundo acudimos a la academia estadounidense (y en menor medida a la británica, la alemana, la australiana, la italiana o la española) en busca de guía. Tan siquiera por ello, conviene comenzar este trabajo repasando muy rápidamente la historia de las autocríticas de la ciencia política norteamericana.
En parte por su propia historia intelectual (los artículos federalistas y antifederalistas), en parte por los problemas causados por la guerra de secesión y en parte por la influencia de la teoría alemana, durante el siglo XIX la ciencia política norteamericana fue una disciplina con un solo objeto de estudio, el Estado, y una sola preocupación, mejorarlo. La unicidad del objeto de estudio estaba, sin embargo, compensada por una multiplicidad de métodos de trabajo, abordajes analíticos y, vale la pena mencionarlo, posiciones políticas (Farr, 1993). Esto llevaba a que más que una ciencia política se trabajara sobre una política con base científica. Pero a comienzos del siglo XX, soplaron vientos de cambio en la academia norteamericana.
La amplitud con la que los politólogos tradicionales llevaban a cabo sus investigaciones dejó de ser observada en forma positiva y comenzó a percibírsela como un síntoma de la falta de profesionalismo de la academia. Al decir de los críticos, por su “amateurismo”, los politólogos estadounidenses mezclaban peligrosamente las observaciones y los argumentos con su agenda política y, así, se les hacía imposible dar cuenta de la naturaleza plural de la sociedad y la política norteamericanas. Se hacía necesario entonces emprender programas de trabajo que dieran cuenta de la diversidad que podía encontrarse al interior de la vida política americana (Seidelman y Harpham, 1985).
Fue así que, apenas dos décadas más tarde el panorama se transformó: eral el tiempo del “pluralismo”. El Estado perdió su carácter central y proliferaron los estudios sobre los distintos grupos de poder que se movían en el entramado social. Pese a que hubo intentos, como el de Harold Laski, de anclar las ideas pluralistas en una perspectiva de cuño normativo que considerara la importancia de conformar una sociedad que privilegiara la diversidad de experiencias culturales y políticas, la visión que terminó imponiéndose fue más bien positivista. En efecto, el pluralismo que acabaría por “derrotar” al Estado fue el que se basaba en la propuesta de George Catlin, quien propulsaba la idea de que la ciencia política debería abocarse a estudiar a los grupos de interés que dirigían los rumbos del aparato estatal y de la sociedad toda (Dryzek, 2006). De este modo, se produjo un deslizamiento que tendría importantísimas consecuencias. A medida que el Estado dejaba de ser el foco en derredor del cual giraban los estudios, los politólogos “buscaron la identidad y la autoridad de la ciencia política más en su método que en su objeto” (Gunnell, 1999: 47). Tenía lugar así el (re)nacimiento de una disciplina que se jactaba ahora de andar el camino que la llevaría a ser una “verdadera” ciencia, con cierta diversidad de objetos de estudio (partidos políticos, grupos de presión, sindicatos, grandes empresas), pero con un método claro y unívoco. Sin embargo, una cosa es ponerse de acuerdo en la importancia del rigor metodológico y otra muy distinta es llegar a acordar cuál es el método que sería deseable emplear. Así, durante las décadas del ’30 al ’50, la ciencia política estadounidense se volvió “pluralista”, pero no se logró un consenso con respecto al tema que el movimiento pluralista había señalado como crucial: la falta de un método científico con el cual estudiar a los distintos grupos y estructuras de poder. Ese fue uno de los ejes, quizás el principal, sobre el que giró la llamada “revolución behavioralista”.
La revolución behavioralista puede ser sucintamente descrita como la faz que adoptó en el ámbito de la ciencia política un movimiento más amplio que “tomó por asalto” a casi todas las ciencias sociales estadounidenses. En el caso de la ciencia política, ese movimiento tuvo la forma de una crítica con tres ejes a la forma en la que se desarrollaba la ciencia política estadounidense. En primer lugar, se afirmaba que el pluralismo no ponía el énfasis suficiente en los aspectos empíricos y ello se debía a que no se percibía que los estudios debían enfocarse en los comportamientos de los agentes, que eran las auténticas unidades de análisis de las ciencias sociales. Para los behavioralistas, analizar los grupos estaba muy bien, siempre y cuando se tuviese en cuenta que los grupos estaban formados por individuos que actuaban y que, en última instancia, era el estudio de estos últimos el que debía ser privilegiado (Farr, 1999; Garceau, 1951).
En segundo lugar, los behavioralistas afirmaban que los métodos empleados por los politólogos tradicionales no eran suficientemente rigurosos y que se enfocaban demasiado en descripciones carentes de valor heurístico. Como alternativas válidas a los ensayos, a los estudios de caso y a los análisis jurídicos, los behavioralistas propusieron tomar como ejemplo a seguir a la economía. Así, en primera instancia, los politólogos deberían preferir estudiar las variables relevantes a través de los métodos elaborados por las ciencias económicas tales como encuestas muestrales, análisis estadísticos, regresiones, matrices, modelos formales, etc. (Almond, 2001; Ponce, 2002).
En tercer lugar, los behavioralistas se oponían al reciente éxito de una corriente de pensamiento a la que veían, no sin razón, como peligrosamente anti-liberal: la filosofía política de los “emigrados” como Leo Strauss, Hannah Arendt y Eric Vogelin. De acuerdo con los behavioralistas, la ciencia política debía ser objetiva y neutral, pero al mismo tiempo era necesario que se comprometiese profundamente con el sistema político democrático (en la forma que adoptó en los llamados “países occidentales”). La democracia liberal, para los behavioralistas, no era sólo uno de sus objetos de estudio privilegiados, sino también su base teórica y su condición de posibilidad. Al fin y al cabo la ciencia política defendida por los ellos estaba basada en el pluralismo y suponía el análisis de las acciones de individuos con distintos intereses (Dryzek, 2006; Gunnell, 1993; Kettler, 2006).
El éxito alcanzado por los behavioralistas fue rotundo (Dahl, 1961). En pocos años trastocaron el panorama de la academia norteamericana: los tradicionales estudios jurídicos, institucionalistas y ensayísticos desaparecieron de las publicaciones más importantes; la filosofía política fue excluida (o se autoexcluyó) del resto de las subdisciplinas; los trabajos sobre administración pública y política comparada plegaron a los métodos behavioralistas y comenzaron a basarse cada vez más en datos arrojados por investigaciones cuantitativas y en un paradigma erigido sobre una teoría normativa de la pluralidad de intereses de las sociedades liberales modernas (Gunnell, 1993; Ponce, 2002).
Sin embargo, y quizás debido a su repentino y completo éxito, la revolución behavioralista pareció sucumbir a la abulia al poco tiempo de haber alcanzado sus objetivos. A partir de mediados de la década del sesenta, algunos de los principales impulsores del movimiento comenzaron a plantear dudas sobre la vitalidad de la revolución, sobre todo ante un panorama sociopolítico que se transformaba a pasos agigantados (Farr, 1999). En un nuevo contexto plagado de movilizaciones contestatarias y caracterizado por un aumento en la participación política de los ciudadanos de todo el mundo, así como por el reverdecer de los planteos marxistas y el surgimiento de lo que se dio en llamar la contracultura, la ciencia política norteamericana parecía descolocada. La efervescencia política era la norma, pero los politólogos parecían estar plantados en otro lado. Ese fue el escenario en el que, en la reunión de la Asociación Americana de Ciencia Política (APSA) de 1967, surgió un nuevo movimiento de reforma: el “Caucus por una Nueva Ciencia Política” (The Caucus for a New Political Science, 1999).
El Caucus se inclinó por una crítica frontal al behavioralismo. Tomando como propios los argumentos del sociólogo Charles Wright Mills, acusó a la corriente mayoritaria de la ciencia política de escudarse en pretensiones metodológicas para esconder concepciones oscurantistas, análisis triviales, una actitud contemplativa del status quo y una desatención alarmante por los asuntos más urgentes y relevantes, como los procesos de descolonización, el racismo, la inequidad social, el elitismo, las fallas del sistema democrático, el problema del género y el imperialismo de la política estadounidense (McCoy y Playford, 1968). Conformado mayoritariamente por politólogos de tendencia progresista, el Caucus se propuso que la APSA se reorientara por completo, dando lugar en su seno no sólo a los “métodos disidentes” (cuestión que se mencionaba sólo de modo tangencial), sino sobre todo a la política misma. Como lo expresó uno de sus portavoces, Christian Bay, la ciencia política descubría en efecto “verdades”, pero en la medida en que se concentraba sobre la ciencia y se olvidaba de la política, esas “verdades” no eran más que técnicas al servicio de las élites dominantes. Para que la ciencia política recuperara su espíritu, era necesario volver a enfatizar a la política (entendida como la persecución de los intereses comunes y las discusiones sobre el deber ser) de la ciencia política. Así, para los miembros del Caucus era necesario que la APSA expresase su preocupación por las infamantes políticas llevadas adelante por distintos gobiernos (incluyendo el norteamericano) y que volviera a debatir sobre las ideas de justicia y de una sociedad mejor (Bay, 1968).
Para llevar adelante su agenda, el Caucus presentó sus propios candidatos a las elecciones de la APSA y por primera vez en mucho tiempo, las elecciones de autoridades de la organización fueron competitivas. Sin embargo, el Caucus perdió los comicios. La reacción de la academia establecida fue aún más feroz que la crítica: las autoridades de la APSA decidieron no autorizar los paneles organizados por los miembros del Caucus y acusaron a los politólogos progresistas de ser radicales políticos más que cientistas políticos (véase el comentario de Mansfield a Bay, 1968; Dryzek, 2006; Kettler, 2007). A pesar de ciertos intentos conciliadores de David Easton en la reunión de la APSA en 1969, la mayor parte de los behavioralistas fue firme en su defensa del orden establecido y derrotó por completo al movimiento que, en última instancia, y con el correr de los años, fue reabsorbido como grupo marginal por la APSA (Dryzek, 2006). Así, la ciencia política norteamericana parecía destinada de modo ineludible a permanecer siendo behavioralista.
2. ¡Perestroika!
Desde que en la década del cincuenta, los behavioralistas se impusieron, los trabajos de ciencia política comenzaron a orientarse, casi en su totalidad, a cuestiones empíricas tratadas con técnicas estadísticas y econométricas. Descomponiendo al mundo en celdas mensurables y aislando las distintas variables observables, los behavioralistas buscaban construir estructuras lógicas que relacionasen de manera causal a distintos fenómenos comportamentales. Sin embargo, muy pronto se desarrolló otro abordaje: la rational chocie (elección racional). La elección racional, originada en la economía, asume que los individuos actúan como maximizadores de utilidad dada una determinada estructura de preferencias consistente y ordenada. A través del uso de la matemática y de la lógica formal, los politólogos norteamericanos comenzaron a producir modelos capaces no sólo de explicar el comportamiento político, sino también de predecirlo (Downs, 1973; Ponce, 2002).
Pese a las críticas recibidas, luego de algunas décadas de desarrollo, la teoría de la elección racional alcanzó una posición dominante gracias al impulso de académicos como Anthony Downs, William Riker, James Buchanan y Gordon Tullock (Green y Shapiro, 1994). De acuerdo con un estudio bibliométrico, aproximadamente el cincuenta por ciento de la producción en ciencia política publicada en Estados Unidos se desarrolla según los parámetros de la elección racional o su vertiente más vigorosa, la teoría de la elección pública (public choice) (Cohn, 1999). El “imperio” de la elección racional es tan completo que incluso algunas áreas que tradicionalmente los behavioralistas consideraban con buenos ojos (como la política comparada y la administración pública) han sido totalmente marginalizadas.
Fue este proceso de marginalización de ciertas ramas de la “gran familia” de la ciencia política, más que el apartamiento de la teoría política marxista y straussiana, lo que llevó a Gabriel Almond a preocuparse por la fragmentación de la disciplina en su ya clásico artículo sobre las “mesas separadas” (Almond, 1988; Monroe, et al., 1990)1. Y fue también este proceso de marginalización el que produjo el más reciente movimiento contra el establishment de la ciencia política: la perestroika.
El “movimiento perestroika” surgió en octubre 2000 con un correo electrónico anónimo (en realidad firmado por “Mr. Perestroika”) que criticaba a la APSA y a los editores del periódico de la organización (American Political Science Review) con virulencia. Entre los puntos señalados se destacaba la cuestión metodológica; en este sentido Mr. Perestroika se mostraba preocupado por la marginación a la que eran sometidos los trabajos de teoría política y los estudios basados en métodos cualitativos y la clara inclinación de la APSA por los análisis realizados por “pobres teóricos de la elección racional” que eran, al fin y al cabo “economistas frustrados”. Además, acusaba a la APSA de estudiar la democracia pero no practicarla y de estar llevando a toda la disciplina hacia un destino a la vez elitista y trivial. Para sorpresa de muchos, el mail (que se supone escrito por un estudiante de posgrado) no cayó en saco roto; a los pocos meses, más de seiscientos de los trece mil asociados a la APSA suscribían las observaciones de Mr. Perestroika; dos años más tarde, el movimiento ya contaba con la adhesión de buena parte de las universidades y tuvo su primera reunión multitudinaria para establecer una agenda más clara (Dryzek, 2003; Eakin, 2004; Jacobsen, 2005; Miller, 2001; Yanow, 2004).
A pesar del apoyo de algunos politólogos con una agenda política similar a la del Caucus por una Nueva Ciencia Política y de las expresiones “radicalmente anti-cuantitavistas”2 que se dan entre sus adherentes, el movimiento perestroika no se propone reorientar políticamente a la APSA ni imponer una revolución metodológica. Así, al menos, lo han declarado algunos de sus más importantes representantes, como Gregory Kasza, Ian Shapiro y Sven Steinmo (Kasza, 2001; Monroe, 2005; Steinmo, 2002). Más que a imponer una visión alternativa a la reinante (tanto en lo que se refiere a compromiso político cuanto a las técnicas y métodos usadas por los politólogos) el objetivo de la perestroika parecer ser evitar que exista un solo paradigma en la ciencia política o, como lo expresó Kasza, impedir que la ciencia política “dura” y “políticamente neutralista” se transforme en lo que Thomas Kuhn hubiera llamado una “ciencia normal” que excluya a los politólogos que tengan posiciones divergentes o que se inclinen por abordajes heterodoxos (Kasza, 2001).
A pesar de su corta vida y de que las adhesiones se han estancado, el movimiento perestroika parece destinado a alcanzar cierto éxito. Ello en parte se debe a que sus primeros objetivos fueron establecidos en un modo claramente institucional, pero también a que el tono de protesta se fue moderando. Dos politólogos impulsados por los perestroikistas (discúlpesenos la palabra) han ocupado la presidencia de la APSA (Monroe, 2005). También se realizaron cambios en el comité editorial de las revistas de la organización y el número de artículos escritos con temas o abordajes por fuera del mainstream se duplicó (Cf. Garand, 2005; Soares, 2005). En la actualidad, la meta prioritaria del movimiento es influir sobre las contrataciones de profesores en las universidades, de modo tal que no haya un predominio absoluto de “rational choicers” en los staffs institucionales (Stewart, 2003).
Al menos una parte del rápido éxito del movimiento perestroika se debió, como lo reconoció Steinmo a la receptividad que las críticas recibieron en la APSA (Steinmo, 2002). Y aunque las voces en contra de los cambios no tardaron en llegar (Dryzek, 2003; Jackson, 2006; Marsh y Savigny, 2004; Schram y Caterino, 2006; Wolfe, 2005), fue la “traición” de Sartori lo que realmente hizo sonar la voz de alarma entre los que se oponían a las reformas.
En un artículo que ha sido fuente de varios comentarios, Sartori se preguntaba hacia dónde va la “ciencia política americana” y se respondía con cierto laconismo: no va a ningún lado. De acuerdo con Sartori, la ciencia política normal(izada) que él mismo ayudó a forjar se caracteriza por ser anti-institucional, tan cuantitativa y estadística cómo es posible serlo y por privilegiar la investigación teórico-formal por encima de los trabajos de ciencia aplicada. Para Sartori es claro que el anti-institucionalismo es un problema en vías de extinción3. Pero los otros dos rasgos le parecen sumamente preocupantes. Por un lado, el cuantitativismo está arrastrando a la ciencia política a una falsa precisión o, lo que es peor, a una precisión irrelevante. Por el otro, la ausencia de atención a las cuestiones prácticas ha llevado a desarrollar una ciencia que es a todas luces inútil para la sociedad a la que supuestamente debería servir. En conclusión, para Sartori el modelo de ciencia política actualmente dominante es un fracaso deprimente que se hace patente al constatar que no sólo carece de método lógico, sino que, de hecho, ignora la lógica pura y simple (Sartori, 2005).
Hay que decir que los argumentos esgrimidos por el politólogo italiano no son nuevos; lo novedoso es que sea él, que tanto luchó por la imposición de una Ciencia política (con énfasis en la palabra ciencia) quien los exprese. Tal como lo dijo un politólogo mexicano comentando el artículo de Sartori: bienvenido a la oposición (Cansinoeco, 2006).
Por supuesto, las reacciones contra la defección de Sartori del campo cuantitativista y cientificista no se hicieron esperar. Algunas de las respuestas fueron extemporáneas4, pero otras volvieron sobre la vieja tónica behavioralista y sostuvieron que la ciencia política marcha hacia un futuro promisorio de la mano del saber acumulado. David Laitin, por ejemplo, acusó a Sartori de desconocer todo lo que está haciendo la ciencia política y de no ser consecuente consigo mismo. Para este politólogo, decir, como Sartori, que los métodos de la ciencia política no llevan a ningún lado, es no estar al tanto de los muchos y fructíferos programas de investigación que están en proceso. Laitin recuerda a Sartori que no todas las investigaciones se sirven de los métodos por él criticados y que, por otra parte, dado que la economía utiliza con éxito métodos estadísticos y modelos formales, es lógico que los politólogos se sirvan de estas técnicas(Laitin, 2005).
Por otro lado, Joseph Colomer, un politólogo que viene trabajando en la línea de la Teoría de la Elección Racional, se encargó de subrayar que si bien sería deseable que la ciencia política fuera más “aplicada”, la juventud de la disciplina hace esta tarea harto difícil por el momento. En la visión de Colomer, la ciencia política está aún en sus primeros pasos; si bien ya cuenta con definiciones adecuadas, debe servirse de la estadística y de los modelos formales para recolectar datos y elaborar hipótesis; sólo más adelante podrá elaborar teorías explicativas más amplias y modelos de aplicación. De acuerdo con Colomer para obtener una teoría política realmente satisfactoria, se requiere una delimitación del objeto de estudio, “gracias a la cual la política no sea considerada un mero derivado de la economía, las estructuras sociales o la cultura, sino una actividad racional explicable por sí misma”. Además se precisa “una clara definición de la motivación humana en la actividad política de la que puedan derivarse modelos y explicaciones de las observaciones empíricas”. Finalmente, agrega “hace falta adoptar un criterio consistente para evaluar los resultados de la acción política”. En suma, para Colomer, hace falta que la ciencia política sea más teórica (Colomer, 2005: 357). Pero se trata, claro, de una teoría muy particular. Siguiendo a Colomer:
…un signo evidente de debilidad teórica es que, a diferencia de lo que ocurre en economía y en otras ciencias sociales, en los estudios políticos todavía se siga colocando a los autores llamados “clásicos” en el mismo nivel —o incluso más alto— que a los investigadores contemporáneos. Por decirlo rápido, casi ningún escrito de Maquiavelo o de Montesquieu o de la mayoría de los demás habituales en la lista sagrada sería hoy aceptado para ser publicado en una revista académica con evaluadores anónimos. Cualquier persona versada en leer literatura académica contemporánea que consulte los “clásicos” debería reconocer que una gran parte de sus textos son confusos y ambiguos… puede ser formativo, en un programa de estudios políticos, presentar una genealogía de cómo se han ido formando los conceptos, las definiciones y las hipótesis a lo largo de los siglos. Pero para que realmente esto sea formativo debería mostrarse cuáles han sido las contribuciones seminales y cómo, en contraste, algunos de los conceptos de los “clásicos” son imprecisos, tautológicos o poco fecundos y muchas de sus hipótesis han resultado erróneas y han sido refutadas por la experiencia y los consiguientes estudios académicos posteriores.
Así pues, a pesar de algunos cambios importantes conseguidos por el movimiento perestroika, el establishment de la ciencia política está lejos de desaparecer. La idea de que los métodos, las definiciones y los objetos de estudio ya están definidos y que lo único que resta por hacer es continuar en la línea trazada por los “fundadores” como Riker y Downs está aún fuertemente instalada.
3. ¿Y por casa cómo andamos?
En América Latina, a pesar de que la ciencia política tiene una larga tradición, la producción académica es harto reducida5. En este sentido, parece lógico que la discusión sobre la disciplina esté apenas en sus comienzos. A pesar de que es posible encontrar trabajos sobre Argentina (Bulcourf, 2003; Fernández, et al., 2002; Leiras, et al., 2005), México (Loaeza, 2003); Brasil (Neto Amorim y Santos, 2005; Soares, 2005) y Chile (Altman, 2005; Fernández, 2005; Fuentes y Santana, 2005; Navarrete, et al., 2005; Rehren y Fernández, 2005), entre otros países6, la mayoría de los trabajos son más bien de carácter histórico o exploratorio. En este sentido, parece una tarea urgente comenzar a reflexionar sobre, y no sólo describir, el presente y el futuro de la ciencia política en América Latina en general y en Argentina en particular.
Si hemos comenzado por reflejar el debate norteamericano en lugar de hablar de la situación en nuestro país es porque pensamos que el mismo arroja ciertas enseñanzas y nos permite arriesgar algunas ideas programáticas.
En primer lugar quisiéramos señalar que, lejos de lo que parecen suponer algunos politólogos argentinos7, el debate en torno al contenido, el objeto y los métodos de la disciplina, así como sus relaciones con otras ramas del saber está lejos de haber sido saldado. El movimiento de la perestroika es una muestra clara de que aún en los Estados Unidos, las técnicas y métodos cuantitativos así como las teorías económicas de la política y los estudios comparativos están lejos de ser “el único juego en el pueblo”. La idea de que “la ciencia política es esto” (estadística, elección racional y comparaciones) “lo demás es otra cosa” (filosofía, historia, historia de las ideas, semiótica, antropología…) es no sólo falsa, sino además peligrosa para el desarrollo de la disciplina. Tal como lo muestran los exponentes del movimiento perestroika y como lo explicita Sartori, la cuestión no es tanto hallar el método correcto para el estudio de la política para aferrarse a él con uñas y dientes, sino más bien combinar los abordajes que se crean adecuados (incluso en forma competitiva) para estudiar el fenómeno que nos resulte relevante. Sin embargo, y vale la pena detenerse sobre este tema, una vez que se acepta que la ciencia política no tiene (ni debería tener) apenas un abordaje válido, la cuestión se torna bastante más problemática e interesante.
Retomemos por un momento el intercambio de ideas entre Sartori, Laitin y Colomer al que hicimos referencia más arriba. El ejemplo que estos autores usan es el de la democracia (tema central, sin dudas para la ciencia política, sea del tipo que fuere). Aunque hubo decenas de filósofos políticos que intentaron definir a la democracia, la ciencia política estadounidense (y buena parte de la latinoamericana) considera que la primera definición “científica” fue la que ofreció Robert Dahl (1989) basándose en las ideas de Shumpeter (1996). Una vez que Dahl estableció las condiciones mínimas para que pudiera afirmarse que existe una poliarquía se realizaron centenares de trabajos para averiguar cuáles eran las democracias más democráticas de acuerdo con determinados indicadores, cómo se “transitaba” desde un régimen no democrático a uno democrático, o cuáles eran los factores que ponían en riesgo a las democracias. No obstante, en los últimos años, y a raíz de la instauración de democracias en América Latina, Europa Oriental, Asia y África, la mayoría de los trabajos parecen concentrarse más bien en lo que se ha dado en llamar la “calidad de la democracia”. Ha sido esta cuestión (quizás con más fuerza que muchos planteos teóricos) la que ha puesto en la picota la definición de Dahl y a otras caracterizaciones de tenor similar. Los sistemas políticos que se instauraron en los años setenta y ochenta parecían democráticos de acuerdo con las definiciones de la ciencia política, pero eran claramente diferentes a las democracias “tradicionales”. Se volvió entonces pertinente revisar algunas de las concepciones teóricas previas; fue de este modo que surgieron conceptos como democracias de baja intensidad o democracias delegativas (O'Donnell, 1997; Przeworski, 1995). Estas nuevas categorías han sido muy fructíferas, a pesar de las críticas que recibieron, y han permitido el surgimiento de nuevas áreas analíticas que no carecen de interés (como la de la accountability). Sin embargo, vale la pena señalar que los programas de investigación concentrados en ideas como la democracia delegativa, aunque respondan a un desafío empírico y utilicen herramientas comparativas o estadísticas, reincorporan al seno de la ciencia política un debate claramente normativo acerca de la libertad, la equidad, la justicia y la buena sociedad8. Este debate normativo, claro, no se produce sólo en los términos del mainstream de la ciencia política y tampoco se limita al terreno de la filosofía política; sobrepasa las fronteras y se adentra en los debates históricos, económicos, jurídicos, sociológicos, antropológicos y hasta discursivos.
Si bien no está claro cuánto durará ni qué tanto se extenderá este “momento normativo”, lo cierto es que, al menos por ahora, la ciencia política no parece tener más opciones que “abrirse” a los distintos abordajes ofrecidos por las ciencias sociales y las humanidades y combinar métodos cualitativos, analíticos y cuantitativos en un mismo estudio, o al menos en la sumatoria de trabajos de un mismo programa de investigación (véase por ejemplo O'Donnell, 2003). Ahora bien, el que no haya un único método adecuado para el estudio de los fenómenos políticos no significa que los trabajos de ciencia política deberían carecer por completo de método. La “rigurosa ausencia de métodos rigurosos” es algo, que como señala Soares (2005) parece pasmosamente habitual en América Latina y haríamos bien en preocuparnos por ella.
Muchos de los críticos de la ciencia política cultivada por el establishment se oponen al uso de los métodos cuantitativos por considerarlos poco adecuados para el estudio de la política o por oposición ideológica. Con respecto a esta última idea no es mucho lo que se puede decir, salvo volver sobre la vieja idea de que los métodos cuantitativos, como la matemática, la lógica formal o la lógica hegeliana no son ni de izquierda ni de derecha, ni liberadores ni imperialistas9. Aunque la experiencia muestre que son utilizados mayormente por los representantes de determinada posición política, nada impide usar estadísticas o estudios econométricos para defender posiciones exactamente contrarias. Además, es claro que hay cuestiones (como la igualdad socio-económica) mucho más sencilla y provechosamente analizables por medios cuantitativos (como el índice Gini) que cualitativos.
Por supuesto que hay problemas que no pueden ser abordados por medio de métodos cuantitativos. Aún con el aumento del poder de cálculo y almacenamiento de los equipos informáticos (que permiten, por ejemplo, los análisis bibliométricos) son muchas las áreas que precisan ser afrontadas por métodos analíticos o cualitativos. El problema es que los politólogos argentinos también estamos poco preparados en ese área. Infelizmente, no son pocos los que a los métodos cuantitativos le oponen, en lugar de los métodos cualitativos, la ausencia total de métodos. Esto se debe en parte al alejamiento de la ciencia política de otras áreas de saber, como la antropología, la filosofía o las letras (en seguida volveremos sobre ello). Pero también influye una falta de preparación sistemática en técnicas como el análisis del discurso, la contextualización de ideas, las entrevistas en profundidad, las etnografías, la observación participante y los “focus groups”. Aunque no hay recetas mágicas para paliar este problema, no está de más subrayar lo positivo que podría ser al respecto introducir ciertos cambios en la currícula (ya sea de grado o posgrado) para dar cabida a algo más que los métodos estadísticos o los modelos de la elección racional.
Decíamos recién que uno de los orígenes de las falencias metodológicas de la ciencia política argentina se debe muy probablemente al alejamiento (formal y en muchos casos físico) de los politólogos de sus colegas de otras disciplinas afines. Esto nos lleva señalar la cuestión de la interdisciplinariedad de los estudios políticos. Tal como ya lo vienen señalando varios analistas, los trabajos de ciencias sociales y humanidades no son ya disciplinares, sino temáticos. La investigaciones realizadas en las últimas décadas parecen estar dando por tierra con la idea del “objeto de estudio” o el “método” propios de una determinada ciencia. Muchas de las investigaciones más interesantes que se están llevando a cabo implican la participación conjunta de profesionales formados en distintas áreas de estudio. Aún cuando nuestro objetivo sea un estudio más teórico que empírico, nos podemos beneficiar mucho (y beneficiar a la sociedad que es la que nos paga) si logramos establecer puentes de colaboración con otras disciplinas. Puedo poner aquí un ejemplo personal. Durante la redacción de mi tesis de doctorado, que se planteaba como meta establecer una suerte de contrapunto entre el liberalismo clásico y el neoliberalismo, tomando como representantes de uno y otro a John Locke y a Robert Nozick, no sólo me beneficié de mis conversaciones con politólogos, economistas y filósofos (lo que era esperable), sino también de seminarios dictados por pedagogos. De hecho, fue una licenciada en educación la que, sin saberlo, me proporcionó una de las claves de lectura que sería fundamental para elaborar mi hipótesis principal sobre el carácter republicano de Locke (para los curiosos, diré apenas que esa educadora mencionó casi al pasar las diferencias entre la educación para los hijos de los caballeros y la “ortopedia” a la que eran sometidos los hijos de los pobres que estaban presentes en la teoría pedagógica del siglo XVII.
Hay que reconocer que establecer lazos de conexión no es fácil, sobre todo para quienes trabajan en instituciones presas de la lógica disciplinar. Sin embargo, el esfuerzo merece claramente la pena. Además, debe considerarse que, en la actualidad, las fuentes de financiamiento están privilegiando los proyectos de investigación interdisciplinarios y la conformación de redes académicas, por lo que la oportunidad para comenzar a andar este camino está por lo menos abierta.
Ahora bien, si es cierto que la interdisciplinariedad acarrea ventajas, también parece claro que, hasta ahora, la ciencia política ha venido andado el camino opuesto. Lejos de ampliar sus horizontes, ha ido cerrándose sobre sí misma, desprendiéndose en el camino de áreas que antaño era partes centrales, como las relaciones internacionales y la administración pública. Obviamente, este fenómeno de “hiper-especialización” no es privativo de nuestra disciplina. La economía (que para muchos politólogos representa un ideal a seguir) ha experimentado un fenómeno similar, separando las carreras de economista de la de contador, administrador de empresas y actuario.
Aunque es materia de discusión si el divorcio de especialidades ha causado beneficios o perjuicios a la economía, lo cierto es que en este punto no parece un buen ejemplo para la ciencia política actual. Si Sartori tiene razón (y parece tenerla) en lo que respecta a la deficiencia de la ciencia política para producir “ciencia aplicada”, al menos una parte del problema se origina en el alejamiento de la ciencia política de las cuestiones de administración pública. En este sentido, reincorporar los grandes temas de la administración pública puede ser un paso más que beneficioso. A este respecto cabe señalar que, más que en la economía (que a pesar de las afirmaciones de muchos economistas y politólogos no ha avanzado de modo exponencial en el último siglo) deberíamos tratar de inspirarnos en una de las “ciencias duras” que revolucionó el mundo en las últimas décadas: la biología. Durante el siglo XIX, los naturalistas estudiaban química, botánica o zoología. Con el siglo XX y la “aparición” de los microorganismos, las tres ramas se unieron en una única disciplina que ha tejido fructíferos lazos con la medicina, la agronomía, la ingeniería, la física, la química inorgánica y hasta con la sociología y la economía. Convenimos en que la reincorporación de las problemáticas de la administración pública en aquellas instituciones en las que ambas áreas se han separado no es un tarea sencilla. Sin embargo, si queremos que la ciencia política importe, quizás se una tarea ineludible.
Nuestro espacio ya se agota. Pero antes de poner el punto final, quisiera volver a mencionar la cuestión de la falta de discusión al interior de la disciplina en nuestro país. Como mostramos, a pesar de que los intentos de cambio han sido sistemáticamente resistidos por parte del establishment la academia norteamericana tiene un lugar de debate (y en última instancia de confrontación) para dirimir de modo más o menos participativo muchos de sus diferendos internos. En la Argentina, aunque existe la SAAP y aunque cada vez es más rápida la circulación de los politólogos entre distintas unidades académicas, este lugar de encuentro y debate brilla por su ausencia. El problema no parece ser la ausencia de una institución a imagen y semejanza de la APSA (sobre la cual habría mucho que decir y no todo ello bueno), sino la ausencia de un foro público en el que la discusión no boye entre la banalidad institucional entre colegas y los enfrentamientos ideológicos y personales entre contrincantes imposibilitados de sopesar argumentos. Generar ese espacio (siquiera en forma virtual, como el de una publicación periódica) es, me parece, la lección más importante de la perestroika.
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1 Hay que notar que a Almond también le preocupa la ideología claramente conservadora de la teoría de la elección pública, especialmente en la vertiente de la escuela de Virginia liderada por Buchanan y Tullock.
2 En el blog de los adherentes a la perestroika es común leer expresiones como “rat choicer” o mostrar la connivencia de buena parte de la élite académica (sobre todo la relacionada con la Ivy League) con el gobierno de George W. Bush.
3 En este sentido, el tan mentado “regreso del Estado” no es más que un reconocimiento de que las instituciones importan (Evans, et al., 1985). Pero se trata de un regreso algo extraño… Al fin y al cabo el Estado sólo se había ido para quienes se enfocaban apenas en individuos o comportamientos grupales sin prestar atención al mundo en el que sus actores se movían.
4 El Director de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Fernando Pérez Correa, llegó a afirmar que Satori ya no se encontraba en pleno uso de sus facultades mentales (véase un comentario en Cansinoeco, 2006).
5 Aunque recientemente la ciencia política parece haber experimentado un período de efervescencia (que incluye un claro aumento de su visibilidad académica y lega), la producción vernácula no alcanza ni por asomo cuotas de cantidad y calidad similares a las que ostentan los países centrales.
6 Un número especial de la Revista de Ciencia Política de Santiago de Chile (el volumen 25, de 2005) incluyó monografías sobre los países mencionados y además sobre Bolivia, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, Guatemala, Honduras, Panamá, Perú, Uruguay y Venezuela.
7 Véanse algunos ejemplos ilustrativos de esta actitud en el site “Ciudad Polìtica”: www.ciudadpolitica.com.
8 Para O’Donnell, por ejemplo, la calidad de las democracias debería medirse por la forma en que se alejan o se acerca a los ideales de libertad e igualdad propuestos por las democracias noratlánticas. Así, se podría decir que, para mantenerse en su carácter “científico”, la ciencia política no tiene otro remedio que volver a sus raíces y recomenzar a discutir las mismas cuestiones que vienen ocupando a la teoría política desde hace siglos.
9 Que nos disculpen los frankfurtianos, pero no creemos que el uso de ciertos métodos o lenguajes nos obligue a llegar siempre a ciertos resultados o conclusiones.
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